- Algo que he leído alguna vez (atribuído a Michel Foucault) expresa una especie de límite del lenguaje, y con ello un posible límite del ser humano. Lo tal se referiría al hecho de que siempre estamos obligados a "confesar" verdad. Aún cuando mentimos, o somos ambigüos a propósito, 'soportamos' ('afirmamos') nuestra posición en una 'verdad' que de algún modo puede ser verbalizada. De este modo diríamos que todo discurso (por el que 'aparecemos como seres humanos') viene a ser una especie de 'confesión' de nosotros mismos (el lenguaje pareciera no soportar la posibilidad última de la no-verdad).
- Lo anterior tiene, por lo menos, dos consecuencias: (a) La sospecha de todo discurso que se presente como inclusivo (amplio, no dogmático, etc.). (b) La difícil tarea que representa la empresa de generar un discurso (y con él, las posibilidades de la vida) capaz de ser auténticamente universal (no en el sentido moderno - que propaga el colonialismo europeo -, sino inclusivo de las diferencias). Esto último representaría - en tanto empresa - la posiblidad misma de la 'tolerancia' en un sentido apropiado (expresión de la intuición conceptual que se tiene en la vida cotidiana).
- Somos, aunque nos pese, poseedores de 'verdad' (de una verdad, de sus fragmento, de verdades, ...). Pero la condición de 'la verdad' - en el discurso - es el pólemos, entonces somos en el fondo guerreros. Nuestro destino, de algún modo, pareciera ser el de la mutua aniquilación (sobradas muestra de ello tenemos): ¿cómo revertir esto? (¿cómo hacer girar la gran rueda del lenguaje y desplazar sus ejes?).
- El camino, creo, ha de ser el del "AMOR". Pero: ¿hemos de transformar también el AMOR en un discurso?
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Hace 11 meses
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