(Reproducción de Nota - lavoz.com.ar)
Obligados a asimilarse a culturas ajenas o a permanecer en la invisibilidad, los pueblos aborígenes sobreviven en la pobreza. Así vio La Voz del Interior la situación de las comunidades tobas de Chaco. Por Celina Alberto.
Habrá que caminar alrededor de una fogata, dejarse envolver por el humo y los aromas del monte, de la grasa cocida al fuego, por la tierra que se levanta como talco. Hasta que desaparezcan los olores a ciudad, a repelentes y jabones, ningún niño querrá acercarse a tu pelo ni tocarte la cara o las manos; no habrá acceso al enjambre que configuran alrededor de quien llega, por más caramelos que uno saque de los bolsillos.
El mecanismo es simple: ser parte o mirarlos desde la distancia que ellos pongan.
Los chicos de Leguiza, como los de casi todas las comunidades aborígenes del Chaco, circulan en grupos compactos, sin adultos monitoreándolos ni juguetes a la vista y con el entorno o el cuerpo como ocupación principal. Giran en el aire, caminan con las manos, maniobran palos como lanzas y flechas. Uno aparece con una lagartija aterrorizada entre los dedos y otros ocho lo siguen a los gritos. Encontrarla ha sido un buen augurio.
La presencia de los odontólogos de la Universidad Nacional de Córdoba, de una cámara dispuesta a retratarlos y de un camión con donaciones de ropa y comida confirma que la señal fue cierta.
Estaremos la mitad del día con ellos, mientras un semicírculo de sillas, algunos troncos y la poca sombra del mediodía hacen de clínica improvisada en el paraje. Algunos llegan con todos los dientes partidos y en una única consulta les habrán extraído las raíces de la boca entera.
Quizá no vuelvan a ser atendidos por un médico hasta la próxima campaña, o nunca más.
Muchos no hablan español y es probable que no entiendan las indicaciones que les dan para tomar antibióticos, los cuidados básicos para evitar complicaciones. La resistencia al dolor los distingue de los pacientes urbanos, dicen los dentistas. Hay que preguntarles muchas veces antes de saber si les están haciendo mal, y a veces se desvanecen sin pedir anestesia.
Asistencia e interés político. Esa resistencia será una constante durante los dos días que pasemos cerca de la nación qom, un colectivo que para algunos es un mito, definido por fronteras difusas y costumbres en extinción, y para muchos la única posibilidad de recuperar el territorio simbólico del que también fueron expulsados los tobas.
Paxi Qillán, de ascendencia qom y sanavirona, es el vínculo que nos acerca a esa cosmogonía y quien moviliza la expedición que auspicia las facultades de Agronomía y de Odontología de la UNC. La mujer creció entre leyendas, historia, tradiciones y rituales, estudió otros, los incorporó a su vida y hace cinco años se propuso transmitirlos a las generaciones de originarios que están creciendo sin ellos.
Paxi fue también quien habilitó hace dos años el contacto entre Patricia Sosa y la causa toba, lazo del que ahora reniega como si le hubiera abierto la puerta al enemigo.
El quiebre sucedió, según Paxi, cuando la cantante sumó en la cruzada al Gobierno nacional, se convirtió en abanderada mediática de la lucha por El Impenetrable y los propósitos reivindicatorios de dar visibilidad a los tobas fueron reemplazados por un operativo asistencialista con firma política.
La versión de Sandra, hermana de Patricia y a cargo de la Fundación Pequeños Gestos, habla en cambio de una distancia para ellas inexplicable y que se instaló de manera unilateral de parte de Qillán. Su organización funciona desde 2008, recibe donaciones particulares y gubernamentales y se dedica al mismo incendio que nos convoca. La polémica es un ovillo que se enreda en contratos traicionados y zonas de influencia, un mapa de fragmentos sin salida de emergencia.
Enfrentados. El tono de pulseada es la otra constante en cualquier aproximación a los reclamos de las comunidades. La mayoría está dividida en su dirigencia, con poco acuerdo en cuanto a estrategias, alianzas y proyectos. Las quejas van todas dirigidas al gobierno, al Idach (Instituto del Aborigen Chaco), a los que prometen en tiempos de campaña y desaparecen cuando terminan. Ángel Nicola tiene 55 años, el título de su tierra y una lista de pedidos que asocia a un dolor común. "Se habla mucho de los antepasados, de los que murieron, pero la guerra contra nosotros sigue. Ya no se usan armas, pero hay otras formas con las que nos están matando".
Pedir, pelear, levantarse. Incluso atomizados en una geografía inclemente, los tobas coinciden desde hace un tiempo en que la lucha comienza por salir de la calma.
En marzo pasado, el intento de traslado de la obstetra Selva Añasco del puesto sanitario de Villa Río Bermejito provocó un corte de ruta de cuatro días en la localidad -escala turística del interior chaqueño- y un contrapiquete de blancos y criollos que pedían la remoción de la médica. Añasco había denunciado las muertes evitables de 15 bebés aborígenes durante el último verano y reclamó políticas de salud y educación que contemplen la interculturalidad. Fue la primera vez que los tobas defendían a una blanca, en un municipio -a cargo de Lorenzo Heffner- que carga con denuncias graves de discriminación.
La tensión en Bermejito es un bajo continuo desde hace dos años, cuando otro corte de ruta de los tobas impidió la realización de un concierto de Callejeros y de uno de los festivales veraniegos más importantes de la región, con el que subsiste buena parte de los comerciantes de la región.
Hasta entonces, los indios eran parte del paisaje manso, una escala en las visitas guiadas al Impenetrable, la foto obligada con canastos y artesanías, ranchos de adobe y monte virgen.
Incluso la legislación local los mantenía en la categoría de los inferiores. Una ordenanza de 2006 (ya anulada) les impedía el ingreso a locales comerciales. Hoy, en todo el pueblo, hay sólo un almacén donde pueden sacar fiado con sistema de libretas, igual que los blancos.
"Se terminó la flecha y se terminó la lanza. No tenemos corazón para hacer atropellos", sigue Ángel, y menciona la ley 3.258 de la nueva Constitución chaqueña, que reconoce el derecho de los pueblos aborígenes a sus tierras y a la reparación histórica.
Con esa misma proclama, el 20 de mayo pasado llegó a la Plaza de Mayo la marcha de los pueblos originarios, una columna de 15 aborígenes que marcharon a pie desde Mendoza, Jujuy, Formosa, Misiones y Río Negro. Representantes de 30 etnias y 300 comunidades aborígenes del interior del país, propulsados por un mensaje simple: Argentina cumplía 200 años, pero algunas de las naciones que la habitan tienen miles más, aunque sus historias no estén en los libros donde aprenden a ser argentinos.
El Bicentenario nacional fijó en celeste y blanco la ficción de una unidad que jamás contuvo a los pueblos originarios y certificó en dos feriados que la fiesta sigue sin ser de todos.
A mil kilómetros de Córdoba, las torres de humo negro en el horizonte marcan la frontera donde el monte chaqueño se incinera todos los días, en hornos de ladrillo donde no se controla el origen de la leña y con agendas de desmontes autorizados e ilegales que se turnan los días y las noches para sacar madera de la provincia.
La postal se vuelve aun más desoladora cuando se asocian otros datos.
En el Chaco viven entre 90 y 120 mil aborígenes de las etnias toba, pilagá, mocoví, chorrote, chulupí, chiriguana-chané, algunas con sus formas de vida originarias, la mayoría asimiladas a las estructuras marginales de una adaptación obligada, en los cordones de la miseria urbana o los exilios forzados hacia geografías que ya no contienen sus hábitats naturales.
En una de estas comunidades, en las afueras de Machagai, a 120 kilómetros de Resistencia, se encuentra Napalpí, el punto más doloroso de la historia reciente de los qom. Allí, el 19 de julio de 1924 ocurrió la última masacre reconocida de aborígenes en el país. La más reciente fue en octubre 1947, durante la primera presidencia de Perón, en la localidad de Rincón Bomba, provincia de Formosa, en la que murieron más de 500 miembros de la etnia pilagá y donde siguen las investigaciones forenses y la lucha legal por el reconocimiento del genocidio y la reparación a los descendientes.
Napalpí, “lugar de los muertos” en lengua qom, ya tiene en cambio el título triste de una tragedia oficial. En 2008, el gobernador Jorge Capitanich pidió perdón público a la última sobreviviente: Melitona Enrique, por entonces de 107 años y que en el último año de su vida, casi ciega e inmovilizada, recibió como reparación una silla de ruedas, una casa en reemplazo de su rancho y una calle con su nombre en El Aguará.
El lugar es hoy una aldea casi deshabitada, con 15 familias en los alrededores y la mayor parte de su población original repartida entre Machagai y Quitilipi. El rancho de Rosita Gómez, menos de cinco metros cuadrados de barro y paja, es el que más cerca quedó de la fosa común que será convertida en altar de conmemoración. Menos de 20 pasos separan su puerta de la hondonada donde se instalarán las primeras piedras, que viajaron mil kilómetros desde Córdoba para fundar un monumento.
Recordar, siempre. Las últimas lluvias han socavado el terreno y un hueso humano, pequeño y blanquísimo, se asoma en el barro. Hay más de 20 personas moviendo las piedras para cubrirlo y el silencio es conmovedor. El intendente de Machagai, Héctor “Lilo” Vega, dice que recordar a Napalpí es tratar de que no vuelva a pasar. Casi 86 años después, la masacre sigue impune pero el gesto ayuda. Más de 400 aborígenes y algunos criollos fueron fusilados y empalados en la madrugada del 19 de julio de 1924. El 90 por ciento eran tobas y mocovíes. Algunos fueron enterrados en fosas comunes, otros quemados. Se calcula que unos 15 adultos y 40 niños escaparon; la mitad se entregó para servicio doméstico.
El resto murió en el monte. Una docena de cabezas, genitales y orejas fueron expuestos en Quitilipi como trofeos. No hubo bajas del lado represor: 130 policías y civiles que consiguieron autorización del gobernador Fernando Centeno para “proceder con rigor para con los sublevados”. El levantamiento, jamás probado, era en realidad la resistencia a trabajar en la cosecha de algodón por una paga miserable. La huelga además denunciaba maltratos y explotación. Si el reclamo se contagiaba a toda la mano de obra esclavizada de la región, se pondría en peligro la recolección de las 50 mil hectáreas que, en aquellos años, convertía al Chaco en el primer productor nacional de algodón del país.
86 años después, Napalpí acusa recibo de la depredación. Cristina Gómnez, de 68 años, nieta de un sobreviviente, nunca aprendió el idioma de su etnia y fue criada en el cristianismo por el miedo a pertenecer a una cultura condenada. Su nieta es ahora quien lleva de regreso la lengua de sus ancestros, con las clases de idioma que toma una vez por semana en Sáenz Peña. “Niachic”, aprendemos con ella, quiere decir gracias.
La siguiente parada del colectivo universitario, la última del viaje, será en Fortín Lavalle, con más de 300 personas que esperan la atención del puñado de odontólogos cordobeses, en las pocas horas que podrán dedicar a esa demanda. La escena se repite una vez por semana, con la visita de tres horas de un médico, en una rutina que exhibe el colapso del sistema sanitario en la periferia de El Impenetrable. Las comunidades monte adentro, más de 3.500 familias, ni siquiera tienen acceso a las ambulancias porque no hay caminos.
En la casa de Valentín Pellegrini, 50 hectáreas a su nombre desde 1986, hay más de 20 personas que nos esperan con un guiso de fideos y pollo cocinándose en olla de hierro a la leña. Nos sirven y permanecen a varios metros de distancia, mirándonos en silencio. Más tarde vamos a caminar por el haviac, el monte virgen, con un grupo de mujeres y niños, en una suerte de iniciación cuyo significado se nos escapa. Ernestina camina a mi lado. Tiene 30 años, está estudiando para ser obstetra y el oficio de cestería lo aprendió de su madre y su abuela. Un canasto mediano lleva una semana de trabajo diario y una bolsa de hojas de palma seca, una variedad que buscan los hombres en el monte y que lleva un día entero recolectar. Un canasto, si no hay intermediarios, puede aportar 10 pesos a la familia.
Carpas en lugar de casas. A un par de kilómetros de la casa de Valentín está El Canal, donde viven 150 personas, entre ellos, 50 chicos. No hay casas, ni siquiera ranchos, sino carpas de palos cubiertas con los plásticos que se usan para transportar la soja y que les entregó el Gobierno nacional hasta que se haga el plan de viviendas prometido para mayo pasado.
La comunidad está dirigida por Ireneo Pérez, pastor pentecostal toba, que aprovecha la visita para pedir materiales para construir un tinglado donde se pueda dar el servicio, clases a los chicos y refugio cuando llueve. Nos recibe en la parroquia comunal. Otra tienda de nailon, de seis metros cuadrados, protegida por un monte de quebrachos, donde lo único que se podría hacer en caso de tormenta es rezar, o creer.
El ingreso mensual promedio por familia en El Canal es de 150 a 200 pesos, que se agotan en grasa, harina y yerba, base nutricional de estas comunidades, poco habituadas a las verduras y legumbres y con cada vez menos acceso a los recursos que aportan la caza y la pesca por la degradación irreversible del monte.
Muy cerca de la parroquia, bajo llave y rodeado de rejas, recortado del entorno como una figurita de otro álbum, está el nuevo puesto sanitario, inaugurado en 2008 por Capitanich y equipado para consultas ambulatorias. Ireneo lo muestra con un orgullo que se parece a la esperanza. Su hermano Mario dice que la familia Pérez quiere construir un horno de ladrillo para hacer sus casas, pero necesitan moldes, palas, picos. Me da el número de un teléfono celular, que pagan entre todos, y prometo, como todos los que alguna vez se llevaron ese número, ayudar en lo que pueda.
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Nota Original: Hacer click acá.
Me averguenzo como ser humano,yo soy hija de aborigen y yugoslavo...y los respeto,pues la en mis venas corre la misma sangre,y para mi es honor llevar sangre indìgena,basta de discriminaciòn,hasta donde mas seremos capaces de llegar?yo no tengo grandes rasgos de ellos,pero soy uno de ellos,trato siempre de educar a la gente,decirle solo la verdad,ellos son los dueños de estas tierras,los verdaderos...respetemos al projimo sin tener en cuenta la condiciòn de su piel,de su raza,somos todos humanos"todos iguales,la sangre es roja..,muchos se asombran cuando yo digo de donde provengo...y no lo creen..porque es mas facil para muchos hacer oidos sordos y creer que soy diferente a ellos...a los indìgenas-para mi es orgullo ser hija de una mujer indigena,ya no està no existe,pero una vez existiò,viviò y me tuvo a mi,me diò la vida,yo soy esta mujer,y la amo y me hubiese gustado tenerla y darle mis respetos.Que dolor....
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