Si alguien comienza un discurso predicando la “firme, profunda, apasionada” convicción de que “podemos crear un mundo libre de pobreza”, como hace invariablemente Muhammad Yunus, podemos admirar la intención pero dudar del hombre. Si entonces nos enteramos de que es catedrático de Economía, es posible que le escuchemos con un poco más de atención, pero nos esforzaríamos para eliminar la sospecha de que es un excéntrico bienintencionado, un quijote musulmán.
Hasta que uno descubre que el orador es uno de los capitalistas más triunfadores del mundo, un hombre de negocios que hace 30 años puso en marcha un banco con tres empleados, incluido él; que hoy da trabajo a 20.000 personas, y que ha creado otras 18 empresas, entre ellas, la mayor red de teléfonos móviles del sur de Asia. Entonces, uno empieza a pensar que sus teorías utópicas quizá tengan una credibilidad ganada a pulso, que tal vez la visión de este soñador tenga su lógica. Ante todo, porque el tipo de capitalismo al que ha dedicado su vida no tiene como misión principal obtener beneficios, sino ayudar a los desdichados de la tierra.
Muhammad Yunus es a la pobreza lo que Bill Gates al software. Salvo que Yunus ha alcanzado objetivos inimaginables, en un ciclo irreprimible de crecimiento exponencial, en un entorno empresarial infinitamente más duro que el de la frondosa Seattle. Una de las razones que permiten creer que tal vez haya encontrado la fórmula para acabar con la maldición más antigua de la humanidad, para abordar la situación de mil millones de personas que carecen de las necesidades básicas para vivir, es que ha conseguido que funcione en las circunstancias más extremas. El laboratorio en el que lleva a cabo su experimento es Bangladesh, un país que tiene el tamaño de Andalucía y una población de 145 millones de habitantes, la mayoría de los cuales vive en una pobreza profunda. Pero Yunus, que nació en Bangladesh en 1940, cuando su país seguía siendo parte de India y todavía estaba bajo dominio británico, se ha planteado un desafío incluso mayor. Como un trapecista de circo que dijera al público “si pensaban que lo anterior era peligroso, fíjense en esto”, ha escogido como objeto de su experimento a las personas más pobres entre los pobres de Bangladesh, el grupo más sometido y con más limitaciones mentales y materiales en este país de abrumadora mayoría musulmana: las mujeres.
“Era una locura”, dice sonriendo Nurjahan Begum al recordar los comienzos de Grameen Bank y la primera “oficina” en la que trabajó: un cobertizo con tejado de chapa de zinc, una mesa, una silla, dos bancos, y sin luz ni teléfono. Nurjahan es una de las dos estudiantes de Económicas que en 1976 ayudaron al profesor Yunus a poner en marcha el proyecto. Su cometido —a pesar de la oposición de sus padres, que querían que permaneciera encerrada en casa esperando a que le escogieran un marido— consistió en hacer el trabajo de campo preliminar, reunir datos que permitieran ver si era factible construir un banco especializado en préstamos para mujeres muy pobres. “¡Una absoluta locura!”, repite, y se ríe, mientras menea la cabeza, asombrada del insensato idealismo de su juventud.
Es una mujer menuda de rostro amable e inteligente, que lleva gafas redondas y un sari azul celeste, sentada detrás de una mesa desde donde controla sus dominios. Nos encontramos en el octavo piso de la sede central de Grameen Bank, un edificio de 21 pisos que, en el contexto de la capital bangladesí, Dhaka, es como el Empire State Building. Nurjahan, que lleva la cabeza cubierta, es una de los tres administradores generales del banco, responsable del programa de formación e internacional, y directora general de un programa de becas para niños que se creó hace tres años llamado Grameen Shikkha. Nurjahan me cuenta que la última vez que la reina Sofía estuvo en Bangladesh le dio 30.000 euros para el programa Shikkha. La reina de España, cuya foto tiene en la pared Nurjahan, ha estado en Bangladesh apoyando los proyectos de Grameen tres veces en la última década. “El dinero que nos dio servirá para financiar 60 becas universitarias y 50 para niños de edad escolar”.
A pesar del calor y la humedad asfixiantes de Dhaka, el despacho de la declarada fan número uno bengalí de la reina española no tiene aire acondicionado, sólo ventanas abiertas y ventiladores. En la mesa tiene un pequeño botón, como un timbre. Cada vez que lo aprieta, que es aproximadamente cada 10 minutos durante la hora y media que estoy con ella, aparece un hombre. Para traer una taza de té, o un documento, o un libro, o una estadística, u otra taza de té. Y no siempre acude el mismo: he podido ver, al menos, a cuatro de estos genios de la lámpara.
“Era una locura”, insiste, “por toda la discriminación contra las mujeres que existía en aquellos días. Toda la ignorancia y la superstición que tuvimos que vencer. Era terrible. Las mujeres tenían siete u ocho hijos, mientras los hombres tenían un montón de esposas y podían abandonar a la que quisieran con sólo decir ‘me divorcio de ti’ tres veces. Las mujeres no tenían ninguna movilidad. No podían salir de casa, ni siquiera para visitar a sus madres, sin permiso del marido o de los suegros. El marido podía pegar a la mujer por cualquier razón. En mis recorridos por las aldeas para hacer mis investigaciones, me encontré con la opinión frecuente de que, si una mujer recibía habitualmente una paliza, acabaría yendo al cielo”.
La idea inicial de Yunus –una idea que, más que revolucionaria, fue trascendental– era dividir sus préstamos al 50% entre hombres y mujeres. “El primer problema fue que ninguna mujer quería aceptar nuestro dinero, porque todas tenían miedo de recibir una paliza”, explica Nurjahan. “Además, nunca habían manejado dinero. Lo temían. Y, por si eso no fuera suficiente, varios imanes nos criticaron. Deseaban que las mujeres se quedaran en su sitio”.
Mientras tanto, Yunus debía afrontar otra batalla. Para poder poner en marcha su banco, tuvo que convencer a los bancos convencionales de que le prestaran dinero. Y eso, mientras planeaba echar por tierra un principio fundamental del mundo financiero: que sólo se presta dinero a quien ofrezca pruebas documentales inequívocas de que va a poder devolverlo. El plan de Yunus, original y totalmente subversivo, consistía en prestar pequeñas cantidades de dinero a los pobres sin garantías; prestar el dinero basándose en un sistema de confianza, no en contratos legales. Según cuenta Yunus en su autobiografía, Banker to the Poor (El banquero de los pobres), los responsables bancarios a los que acudió al principio le miraban como a un loco.
Yunus cree que los que están locos son los banqueros, o el sistema que representan. “Los bancos ejercen un apartheid financiero escandaloso”, dice Yunus. “Dicen que dos terceras partes de la población mundial no tienen derecho a emplear sus servicios. Que no son solventes. Definen las reglas y los demás las aceptamos porque son poderosos”.
Yunus habla no en el último piso de su edificio, como suelen hacer los presidentes y directores generales de las grandes empresas, sino cuatro plantas por debajo de la de Nurjahan, en un despacho tan desnudo como el de ella (salvo una foto suya junto a la reina Sofía en una aldea), y también sin aire acondicionado. Lleva una camisa marrón sin cuello y tiene una juvenil mata de pelo blanco. Cargado como está de premios internacionales y doctorados honoris causa, se muestra sinceramente entusiasmado cuando le digo que EL PAÍS ha querido destacarle entre los ganadores históricos del Príncipe de Asturias.
Su aspecto y su forma de actuar son los de un hombre 20 años más joven, no de 66, y es una de esas personas espontáneas, siempre dispuestas a reír y sonreír, que desprenden buen humor, entusiasmo, curiosidad y brillantez mental.
“Los bancos dicen”, continúa, animándose con el tema, “que si uno no tiene avales, no pueden hacer negocios con ellos. ¿Quién ha dicho que hace falta una garantía? ¡No! Y ésa fue mi primera lucha, eliminar la necesidad de avales y demostrar que podemos seguir considerándolo un negocio bancario”.
Por increíble que resulte, eso es exactamente lo que ha hecho Grameen Bank. En un plazo de seis años, Yunus consiguió, primero, convencer a los bancos institucionales (a base de garantías personales que él mismo dio) de que le prestaran el dinero necesario para ofrecer “microcréditos”, un concepto de repercusión mundial que él inventó; y, en segundo lugar, logró alcanzar la paridad entre los sexos, prestar dinero al mismo número de hombres y de mujeres.
“Y lo que descubrimos”, dice Yunus, “fue que no sólo las mujeres eran más fiables que los hombres a la hora de devolver el dinero, sino que las cantidades pequeñas de dinero que pasaban por manos de las mujeres rendían muchos más beneficios para la familia. El motivo es que la mujer, sin darse cuenta, adquiere una habilidad muy especial, aprende a administrar los recursos escasos. Si no lo hace, no sólo es que la familia pase hambre: es que el marido se enfada y le pega. Así que, cuando le prestábamos un poco de dinero –30 dólares, 50 dólares–, sabía sacarle el máximo provecho para el bien del hogar. Las prioridades del hombre son otras. Él quiere pasárselo bien fuera de casa, presumir ante sus amigos. Si nos fijamos en la lista de prioridades de la mujer, nunca empieza por ella misma. Empieza por sus hijos y la familia. Si su nombre figura en la lista, es en último lugar”.
Yunus aplicó la lección. En 1983 constituyó formalmente Grameen –que significa “aldea” en bengalí– como banco y, desde entonces, su estrategia ha estado clara: prestar dinero a mujeres. El principio ha sido siempre el de ofrecer la máxima flexibilidad y los mínimos tipos de interés a los prestatarios. Hoy en día, Grameen trabaja en 70.000 pueblos, posee 2.200 sucursales y cuenta con 6,6 millones de prestatarios; el 97%, mujeres, y todos pobres. En un país en el que el analfabetismo es galopante y la electricidad escasa, el sistema de microcréditos de Grameen funciona, como le gusta decir a Yunus, “como un reloj”. El porcentaje de incumplimiento en los préstamos es inferior al 1,5%, la envidia de cualquier gran banco. Salvo en 1983, 1991 y 1992, Grameen ha tenido siempre beneficios anuales, todos ellos reinvertidos en el banco, que no ha dejado de crecer. El modelo de microcréditos de Grameen se ha imitado en más de 80 países, entre ellos España y Estados Unidos, y alcanza a 100 millones de personas en todo el mundo.
El pueblo de Sadipur Sonargoan no está más que a 42 kilómetros de Dhaka, pero los 20 primeros, pura expansión ininterrumpida de la capital, duran una eternidad. Pero eso no es lo peor. Lo peor es la sensación de que no voy a poder salir de Bangladesh con vida. Es posible que haya sitios en el mundo en los que el tráfico sea más caótico que en Dhaka, una ciudad de 12 millones de habitantes espantosamente apiñados, pero lo dudo. Rickshaws de colores chillones (los taxis bicicleta, en los que una persona tira de un carrito para dos), taxis motocicleta, viejos coches herrumbrosos que parecen mantenerse unidos con gomas elásticas, autobuses inclinados que llevan a tanta gente encima del techo como en el interior, otros autobuses de dos pisos (del modelo vigente en Londres durante la II Guerra Mundial), masas de peatones suicidas, a menudo descalzos: todos se disputan un mismo espacio y tienen que tomar constantemente decisiones en las que la diferencia entre vida y muerte es cuestión de milímetros.
Es una visión del infierno, tras la que Sadipur me parece el paraíso. Carreteras de suaves curvas cubiertas por las copas de árboles inmensos, de vez en cuando un rickshaw que pasa en silencio –los colores brillantes, aquí, no son amenazadores, sino bellos–, tranquilos arrozales, vacas solitarias que pacen entre los bananeros de anchas hojas y, en el pueblo propiamente dicho, pulcras casas de madera con suelo de barro, situadas a intervalos regulares. Acompañado por el gerente del banco del pueblo, un joven de 25 años y ojos brillantes que me dice que tiene un título de master en Geografía, me reúno con unas setenta mujeres –de las 4.883 a las que atiende la sucursal local– que se han beneficiado de los préstamos de Grameen, y oigo los relatos detallados de una docena de ellas. La historia es siempre la misma. Una mujer solicita un préstamo inicial de unos 3.000 taka (alrededor de 35 euros) y con ese dinero acumula reservas para una tienda rudimentaria de alimentación, o financia la compra de un telar de madera, o compra una vaca, o arrienda una parcela en un arrozal. Convierte el préstamo en beneficio, devuelve el dinero al banco con un 20% de interés y luego obtiene otro préstamo, esta vez, por ejemplo, de 5.000 taka. Con él amplía un poco más su negocio, cumple los pagos –normalmente, semanales o quincenales– y pide otro crédito mayor para construir una casa, para lo que le conceden un interés más bajo, del 8%. Al cabo del tiempo, abre una cartilla de ahorros y luego, quizá, obtiene un crédito escolar al 5% de interés para ayudar a enviar a sus hijos a la Universidad.
Ése es el caso de una mujer vestida de negro de los pies a la cabeza, llamada Jahana, cuyo sueño es que su hijo Muhammad, de 15 años, pueda llegar a ser médico. Ese sueño, inconcebible antes de que Grameen apareciera en escena, podría hacerse ahora realidad. En el pueblo hay cuatro estudiantes universitarios. Uno es el hijo de una señora llamada Rashida que ganaba 60 taka diarios (menos de un euro) antes de obtener el primero de sus préstamos de Grameen, hace cinco años; ahora, su microtienda de alimentación va viento en popa, y gana 400 taka diarios. Luego está Aulia Begum, cuya bella hija de 22 años, Roshanunina, está pasando unos días en casa descansando de sus clases de ciencias políticas en la Universidad de Dhaka. Aulia, como todas las demás mujeres con las que hablo, es totalmente analfabeta. Gracias a los préstamos de Grameen concedidos a su pequeña farmacia, y a una beca universitaria también proporcionada por el banco, su hija se ha adentrado en un terreno que su madre no podía ni imaginarse cuando nació la niña. “Me interesa especialmente la política internacional”, dice Roshanunina, una joven alta, esbelta y sonriente, de unos rasgos exquisitos enmarcados –como si fuera una Virgen María– en un velo rosa que parece de satén. Para la generación de su madre, la Universidad era un concepto desconocido. Hoy, Grameen Bank reparte sus 18.000 becas por igual entre chicos y chicas. Pregunto a Roshanunina si tiene algún sueño. “Ir a estudiar al extranjero”, responde con gran seguridad. “Canadá sería estupendo”.
No hay unos horizontes tan amplios para las ocho mujeres mendigas con las que hablo a continuación. El programa de Grammen para los mendigos, conocido como Préstamos de lucha, comenzó sólo hace tres años, pero cuenta ya con 80.000 beneficiarios en todo el país. En su caso, un préstamo habitual suele ascender a 1.000 taka (alrededor de 12 euros), con un interés del 0%, pagable cuando sea posible, si es que es posible alguna vez. Sabitum, que tiene 54 años, lleva 10 años mendigando desde que su marido se quedó paralítico y eso no le dejó otra opción. Iba de casa en casa pidiendo arroz o trapos viejos para vestirse. Ahora, lo que hace –lo que hacen todas las mendigas que disponen de préstamos bancarios– es lo mismo pero, en vez de limitarse a pedir, vende chocolate, o plátanos, o galletas que ha comprado previamente con el dinero prestado. Las historias son terribles; la pobreza, de absoluta miseria. Mojiton, que tiene 60 años y ha dado a luz nueve hijos, todos los cuales murieron a causa de diversas enfermedades, ha logrado hace poco comprar una cabra con su préstamo y confía en empezar pronto a vender leche. Amina, de 54 años pero que parece de 74, lleva mendigando 10 años desde que perdió la vista en un ojo. Vende pasteles de arroz y pitas, pero sigue mendigando, aunque me asegura que preferiría no hacerlo. Sabitum, la que mejor parada ha salido del grupo, obtuvo el préstamo hace un año y lo está devolviendo en plazos de 20 taka semanales. “Con el dinero que he ganado he comprado tres gallinas y tres patas”, me cuenta, mirándome desde el suelo, sentada sobre sus talones, delgada y descalza. “Ahora vendo huevos y he dejado la mendicidad. Todavía voy de puerta en puerta, pero ahora tengo mi pequeño negocio”.
Las mendigas, claramente enfermas, hablan en voz baja, a veces ronca. Pero cuando pregunto a todo el grupo si se sienten más felices y orgullosas desde que obtuvieron los préstamos de Grameen, por primera vez veo sonrisas. Asienten y murmuran su aprobación de forma unánime. En comparación con el tono apagado en el que habían respondido individualmente, es una auténtica conmoción.
Con esa referencia, la escena que presencio poco después, en una reunión de 50 “miembros” de pleno derecho de Grameen –así se denominan a sí mismas—, es tan eufórica como una final de la Copa del Mundo. Las 50 mujeres, vestidas con sus mejores saris, componen una imagen rica y colorida situadas geométricamente en unos bancos dentro de un cobertizo que sirve también de aula, con techo de chapa y estructura de madera. Han venido, como hacen todas las semanas, a reunirse con el joven director de la sucursal local de Grameen, para discutir los temas pendientes, proponer nuevos préstamos y devolver los antiguos. La persona escogida para dirigir el grupo, una mujer alta y con gafas llamada Mazeda que tiene aspecto de abogada (aunque tampoco ella sabe leer), me explica lo que ya había oído en la sede central: que las prestatarias de Grameen tienen que organizarse, como condición para el préstamo, en grupos de cinco. Cada grupo se supervisa a sí mismo, vigila que no se rompa el pacto con el banco, permite que se animen unas a otras y sirve, más o menos, como garantía de buen funcionamiento. Si una de ellas no paga una letra, no es que las demás tengan que poner el dinero, pero deja en mal lugar al grupo, y eso es algo que nadie quiere hacer, porque es una cuestión de honor. El sistema de préstamos de Grameen, que, como decía Yunus, se basa en la confianza, acaba siendo tan vinculante como el tradicional, basado en contratos legales.
Escucho historias de muchas mujeres, tan decididas como podría serlo un grupo equivalente en Europa occidental. Orgullo y dignidad es lo que muestra Mazeda cuando, al final de la reunión, se aproxima a dar al joven director de la sucursal un fajo de billetes, 500 taka: su pago de la semana. Le siguen otras que depositan el dinero en la mesa, cada cantidad meticulosamente anotada en un libro por un ayudante del director. Una de las mujeres me pregunta qué me ha parecido la reunión. Le digo que creía que venía a un pueblo sumido en la miseria absoluta, pero que lo que he visto es que, aunque no son ricas, dan la impresión de ser unas mujeres tan seguras de sí mismas, saludables y felices como cualquiera. Le digo que me han contado que, antiguamente, en Bangladesh, a las mujeres les enseñaban a mirar siempre hacia abajo y no abrir nunca la boca. Pero que aquí he visto lo que han cambiado las cosas. Cuando termino de hablar, estallan todas en una alegre ronda de aplausos.
Antes de subirme al coche para el viaje de vuelta a Dhaka, Mazeda me dice: “Por favor, déle muchos saludos a la reina Sofía. Estuvo aquí con nosotras y la recordamos con mucho cariño”.
De vuelta en la sede central de Grameen recuerdo a Yunus una cosa que dijo durante un discurso en la Harvard Business School. Que el sistema de microcréditos es una herramienta que libera los sueños de la gente, da a los pobres dignidad y respeto, y llena de contenido sus vidas.
“Sí. Eso es lo más importante”, responde Yunus. “Mi trabajo rápidamente me llevó a la conclusión de que la pobreza no la crean los pobres. No podemos aferrarnos a la idea convencional de que son perezosos, les falta empuje. No es culpa suya. No son ellos quienes crean la pobreza. La pobreza la crea el sistema que hemos construido. Los pobres tienen tanta energía y tanta creatividad como cualquier ser humano en este planeta”.
Entonces, ¿es todo cuestión de liberar energía? “Exacto. Preste dinero a una mujer pobre, ayúdela a empezar, y vea cómo se produce el milagro. Toda su vida ha pensado que no era nada, y ahora, por primera vez, siente que es alguien. Que puede cuidar de sí misma. Que puede desarrollarse como persona más allá de la supervivencia. Por eso digo que estos préstamos son el dinero de los milagros. Permiten que esas personas empiecen a vivir como seres humanos por primera vez”.
Yunus opina que el capitalismo, tal como se concibe tradicionalmente, debe cambiar. Empezando por el sistema bancario. Pero no es que propugne una revolución marxista ni nada parecido. Lo que quiere es que se amplíe la definición de la palabra capitalismo más allá de la mera obtención de beneficios. Porque es claramente partidario de la libre empresa y está totalmente en contra de la caridad como estrategia a largo plazo para afrontar los desequilibrios mundiales entre ricos y pobres.
“En definitiva, mi argumento es que, cuando se dan limosnas, se impide que la gente tenga iniciativa. ‘Quédate como estás y yo cuidaré de ti’. Pero es la iniciativa lo que empuja a la gente a subir del primer nivel al segundo, y del segundo al tercero. Sin ella, no somos nada. Así que, en mi opinión, es mucho mejor recibir un préstamo que una limosna, porque con el préstamo el beneficiario asume una responsabilidad. ‘Voy a usar tu dinero y voy a ganar lo suficiente para devolvértelo con intereses y aún quedarme con algo’: ése es el trato. El que vive de limosnas se queda en las limosnas. Fíjese en lo que pasa con muchos de los que viven de la ayuda estatal en Estados Unidos o Europa. No sólo viven de la beneficencia ellos, sino que sus hijos también, porque no han aprendido a hacer nada más”.
¿Está en contra de toda protección social, entonces? “No, no. No es eso lo que digo. Lo que digo es que hay que dar a la gente una opción, un incentivo. Fíjese en los mendigos con los que trabajamos. No les digo que dejen de pedir, sino ‘¿por qué no probáis también esta otra opción?’. Les digo que, si aceptan el préstamo, tienen que devolverlo, pero que, si lo hacen, obtendrán un préstamo mayor. Con la primera opción, uno renuncia a tener el control de su propia vida; con la segunda, lo recupera”.
Me voy a hacer una segunda visi- ta a un pueblo. En esta ocasión, uno llamado Rajabar, a 50 kilómetros de Dhaka, y vuelvo a encontrarme en medio de la orgiástica danza de tráfico mortal que mantiene esta ciudad. Mi conductor –mi brillante conductor– entra y sale de las calles, da rodeos y maniobra con la intensidad de un conductor de fórmula 1. Como los demás –desde los rickshaws hasta los conductores de autobuses de dos pisos, hasta los peatones–, él también muestra unos reflejos propios de Fernando Alonso. Y no durante hora y media. Durante todo el día. Y no se ven cinturones de seguridad, ni cascos de motos. Ni uno.
En Rajabar (¡donde también recuerdan una visita de la reina de España!) hablo con otra docena de mujeres. Una de ellas se llama Nilufer Begum. Cree que tiene 40 años. Me cuenta que, hasta hace 16, cuando llegó el dinero milagroso de Grameen, vivía en casa de su madre y dormía sobre una alfombra, en el suelo, compartiendo la habitación con la vaca de un vecino. Había huido de su marido, que era vago y pobre, y le pegaba. “Al principio recibí 5.000 taka y con eso compré una vaca. Vendí la leche, pagué el préstamo y recibí otro de 10.000. Con ese dinero arrendé un trozo de tierra y cultivé un poco de arroz. Devolví los 10.000, conseguí 15.000 y establecí una pequeña tienda. Luego conseguí un préstamo mayor y construí una casa”. Y así sucesivamente. Ahora tiene un par de casas que alquila y unos ingresos de 6.000 taka mensuales, y tiene pensado emplear el crédito de 70.000 que pronto va a recibir en comprar un microbús para transportar a la gente de los pueblos vecinos.
Acompaño a Nilufer a su tienda. Su marido trabaja allí y es, a todos los efectos, empleado suyo. Ella se coloca junto a él para hacerse una foto y queda bien claro quién manda; quién es el orgulloso y quién el sumiso. La tienda es rudimentaria y no tiene frigorífico (otro deseo en la lista de Nilufer), pero tiene una mercancía tan variada como cualquier supermercado pequeño: refrescos, pasta de dientes, plátanos, galletas, aspirinas, huevos. Y es una especie de café, con gente bebiendo té o leche de coco, disfrutando de la mayor atracción del pueblo, un viejísimo televisor.
El director de área de Grameen en Rajabar y responsable de 10 sucursales, Rahman, lleva 19 años trabajando con Grameen, pero no parece que su entusiasmo haya remitido. Mientras comemos un almuerzo de pollo al curry con arroz y berenjenas, me explica, con una convicción casi religiosa, la satisfacción que le da su trabajo. “Me encanta dar a la gente la oportunidad de soñar, ayudar a que Bangladesh sea un buen país, un modelo para el mundo”, dice.
Es el mismo espíritu que encuentro en todos los empleados de Grameen con los que me encuentro y, sobre todo, en el propio Yunus, del que Nurjahan sigue hablando, tras 30 años de trabajar con él, con la devoción de una ferviente discípula. “Es nuestro líder, nuestro maestro”, me dice, echando chispas por los ojos. “Dice que debemos poner un sueño en el corazón de las personas”.
Yunus no es solamente un visionario, y probablemente un santo; es, además, seguro, un genio. Un hombre que tuvo una idea que ha cambiado las vidas de millones de seres humanos. Y, sin embargo, no tiene esa vanidad ni esa soberbia que, muchas veces, posee a los poderosos de los que dependen miles (en su caso, millones) de personas. Es un hombre con una misión, pero no un fanático. Está seguro de lo que cree, pero no parece que tenga una gran opinión de sí mismo. Ni tampoco, por ejemplo, de George W. Bush.
“Cuando llegó el nuevo siglo, hubo una gran corriente de buena voluntad en el mundo”, recuerda Yunus. “Había un optimismo tremendo; soñábamos con otro tipo de mundo. Por primera vez en la historia de la humanidad, todos los países se reunieron y fijaron una fecha, con los Objetivos del Milenio de la ONU, para mejorar el mundo. Queremos reducir el número de pobres a la mitad de aquí a 2015, dijeron. Y... llegó Bush. Que da marcha atrás en todo. Crea desconfianza entre la gente, desautoriza a la ONU y dice que puede ocuparse él de todo. Y así estamos hoy, en este lío del que no sabemos cómo salir”.
No se hubiera llegado a semejante lío si Bush, o más bien la gente que lo rodea, hubiese sabido entender el mundo con más sencillez. Una firme conclusión a la que llegó Yunus cuando estudiaba Economía hace 40 años en, precisamente, Estados Unidos es que las teorías complejas impiden ver la verdad. “¿De dónde nace el terrorismo? Muy fácil. De un fuerte sentido de injusticia. Puede ser injusticia religiosa, puede ser injusticia política, puede ser injusticia económica, puede ser verdadera injusticia, puede ser una injusticia imaginaria. No importa. Para mí es real, dice el terrorista. Así que reacciono ante esa injusticia y, como no tengo otra opción, como no puedo vencerte, te asusto. Contra eso no se puede luchar con armas ni bombas. Bush escogió una respuesta equivocada y, como consecuencia, ha habido más y más sangre; es decir, empezamos el siglo llenos de buena voluntad, pero ahora vemos todo ese odio. No era el momento de dedicarse a esto, sino de ocuparse de la pobreza, y Bush lo estropeó. ¡Qué oportunidad tan desperdiciada!”.
Yunus, en cambio, aprovecha todas las oportunidades que produce la inacabable fecundidad de su mente empresarial. Su aventura más reciente ha sido la creación de una empresa mixta llamada Grameen-Danone. En colaboración con el gigante francés del sector lácteo, abrirá en noviembre una fábrica en Bangladesh para suministrar un yogur muy barato, lleno de vitaminas y de hierro, a los desnutridos niños bangladesíes. “El año pasado me reuní a comer en París con el presidente de Danone, Franck Riboud, y le dije que, en mi opinión, el capitalismo estaba encerrado en una definición demasiado estrecha. Que la empresa no puede consistir sólo en hacer dinero, sino en enriquecer la vida de la gente. Que es posible disfrutar y hallar satisfacción cuando se crea una empresa cuyo principal objetivo no es hacer dinero, sino, por ejemplo, llevar agua potable a los pueblos pobres. Una empresa así sigue siendo capitalismo, pero de un tipo más amplio, más generoso y, al final –creo–, más gratificante. Hablé con Riboud de lo que yo llamo mi concepto de ‘creadores de empresas sociales’. Y respondió de inmediato. ¡De inmediato! Dijo que le parecía fascinante y aceptó, durante esa misma comida, crear Grameen-Danone. Nuestro plan es sencillo: vamos a hacer un yogur que los pobres puedan comprar. Y, si todo sale bien, pronto tendremos 50 fábricas. Cada una será capaz de cubrir sus propios costes y todos los beneficios se quedarán dentro de la compañía”.
Yunus cree –y ahora también el presidente de Danone– que asumir estas ideas capitalistas subversivas sirve para acercar un poco más el santo grial del mundo sin pobreza. Y no es que no se haya avanzado ya mucho. No sólo en los 30 años desde que Yunus fundó Grameen, sino en los ocho transcurridos desde que obtuvo el premio Príncipe de Asturias. En conjunto, Grameen ha prestado más de 5.000 millones de dólares a los pobres. La idea más fantástica de las que ha tenido Yunus en la última década es la de la enorme empresa de móviles que ha creado y que, a su vez, ha generado un nuevo fenómeno, “las señoras del móvil en los pueblos”. Son prestatarias de Grameen que reciben teléfonos a precios especialmente bajos y los alquilan a locales. (Y en una ocasión a la reina Sofía, que llamó al Rey a España desde uno de estos móviles). No sólo ellas ganan más dinero, sino que ha revolucionado las comunicaciones rurales.
¿Cuál es la lección más revolucionaria que ha aprendido de los pobres?, pregunto a Yunus. “Lo más grande que he aprendido es que cada ser humano posee un potencial ilimitado. Esto lo tengo clarísimo. La lástima es que nos limitamos a arañar la superficie. A nuestra especie le queda mucho camino por delante. No pueder ser que tantos millones de personas nazcan en este planeta para pasarse la vida buscando qué comer. Ésa es una actividad de los animales. Pero soy optimista. Realmente creo que podemos acabar con la pobreza en el mundo. Es cuestión de invertir el mismo ingenio y el mismo empuje que hemos dedicado a acabar con injusticias políticas, enviar un hombre a la Luna o la tecnología informática en encontrar la manera de dar a los pobres la oportunidad de realizarse como seres humanos. Se trata, sobre todo, de querer lograr ese objetivo. Dar a los pobres las mismas oportunidades que hemos tenido nosotros, y ver cómo se produce el milagro”.
1998: premio de la Concordia cuatro luchadores. Muhammad Yunus recibió un galardón compartido por “su trabajo abnegado y tenaz, y su contribución ejemplar, en áreas geográficas y en actividades distintas, al progreso y a la mejora de las condiciones de vida de los pueblos”. En la imagen posa sin chaqueta con sus compañeros de premio. (La candidatura conjunta fue iniciativa de Mensajeros de la Paz). De izquierda a derecha: el obispo misionero Nicolás Castellanos, que lucha en Santa Cruz (Bolivia) por mejorar las condiciones de vida de sus habitantes; el médico Joaquín Sanz Gadea, que ha desarrollado su carrera como ginecólogo en áreas desfavorecidas de la República del Congo, y el ex jesuita Vicente Ferrer, quien ha dedicado su vida a los desfavorecidos en la región india de Anantapur.
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